Antes yo leía las Selecciones del Reader's Digest. Salían artículos que se llamaban "Mi Personaje Inolvidable": alguna persona de alta calidad moral, que había dejado una huella indeleble en la vida del escribiente, a veces por toda una vida de convivencia, a veces por un contacto fugaz pero decisivo, a veces por un detalle de momento insignificante que luego se convirtió en el punto de partida para una nueva vida para alguien.
Que yo recuerde, nadie citó como su personaje inolvidable a un bolo sin oficio, mal esposo y peor padre. Por eso me sorprendió leer la dedicatoria del Sordo Barnoya en un ejemplar de su Historia de la Huelga de Dolores:
Para mi personaje inolvidable, Enrique 'Maíz' Figueroa,Y me animé a escribir estas líneas al convencerme de que uno no tiene porqué avergonzarse de que su personaje inolvidable haya sido un bolo irresponsable que no nos dejó más que el recuerdo de sus historias y vivencias, reales o ficticias, y su particular forma de ver la vida. Ahora el Maíz es, además de tío, padrino y amigo, mi personaje inolvidable, no porque haya sido bueno, ni ejemplar, heróico, mártir o santo, sino por una razón mucho más elemental: porque no lo olvido. Y estoy seguro de que hay otro montón de gente, familia, amigos, conocidos o extraños que sólo han oído hablar de él, que no lo van a olvidar.
con el afecto huelguero e invariable de,Sordo. Nov. 17, 1988.
Si me pidieran decir lo primero que se me viene a la mente al pensar en el tío Maíz, diría: la familia, el guaro, la cárcel, la revolución, la locura y la librería. Esas fueron las cosas más importantes en la vida del Maíz.
La Familia
Como muchos chapines, el Maíz se consideraba superior por el simple hecho de no ser indio. Y como no le bastaba para demostrar que por su cuerpo corría sangre ibérica con su aspecto de abarrotero gachupín, pelón de la cabeza y peludo desde las orejas hasta los pies, al contrario de los indígenes, que sólo tienen pelo de las orejas para arriba, se tomó el trabajo de averiguar un par de cosas de su árbol genealógico para que nadie creyera que era de esos que "no llegan al abuelo sin llegar al caite".
Contaba el Maíz que su bisabuelo fue un tal Basilio Foguera, tan chaparrito que le apodaban "chisguete". De origen español, o quizá portugués, llegó a Guatemala huyendo de México después de matar a un cristiano, y se cambió el nombre a Braulio Figueroa. Se estableció y formó su familia en Concepción las Minas, donde tuvo un hijo altísimo, que debía encoger las piernas para no arrastrar los pies por el suelo cuando montaba a caballo, y le bastaba con estirarlas para quedar de pie en el suelo mientras el caballo seguía caminando.
En la siguiente generación nació otro Braulio Figueroa, que partió a buscar fortuna a Santa Ana, El Salvador, donde se casó dos veces. Decía este Braulio, papá del Maíz y abuelo mío, que casándose con dos hermanas se ahorró una suegra. Del primer matrimonio sólo nació una hija, Peta, pero en el segundo tuvo una familia grande; eran los tiempos en los que la gente se casaba para tener hijos, y fueron seis: Chita, Doris, Gloria, Lalo, Tina y Maíz, quien para fines legales se llamaba Francisco Enrique. Se han ido muriendo al revés, los jóvenes primero y los viejos después, y hoy sólo sobreviven las tres hermanas mayores: Chita, Doris, y Gloria que es mi madre.
Por el lado materno, sus abuelos fueron Enrique Castro, de quien lo único que sé es que tenía algo de dinero y estaba loco, y Luisa Valenzuela, alias "Mamabisa", que le dió varios hijos al viejo loco, pero no dormía con él: decía que le daba vergüenza, porque no estaban casados. Lo cierto es que en la casona de Don Enrique, los Figueroa vivían bajo el matriarcado de su abuela Mamabisa, quien ejercía el poder sobre hijos, nietos y arrimados.
Yo no sé porqué mi abuelo Braulio se regresó a Guatemala y dejó a la familia en Santa Ana. Mamabisa nunca se lo perdonó, y si bien cuando empezó a frecuentar la casa le ofrecía café con leche y le decía "el míster" por ser extranjero, al final Mamabisa decía que "Chapín y vaca, donde pone la pata pone la caca". Mi abuelo se expresaba de Mamabisa con frases igualmente hostiles, pero no tan folclóricas. Lo cierto es que morir mi abuela Ernestina, los Figueroa se trasladaron a Guatemala en busca de su papá, quien después se casó con Gilma y tenía otras dos hijas: María y Tanchito. Parece que tuvo otros hijos e hijas "naturales" --como que si los hijos de matrimonio fueran artificiales-- de los que no tengo noticia.
El Maíz llegó a Guatemala muy pequeño, por eso siempre se consideró guatemalteco y hasta dijo que iba a llegar a ser presidente. Cuando lo deportaron a El Salvador porque había perdido la cédula y de alguna manera supieron que era guanaco, se regresó en cuanto lo dejaron en la frontera, diciendo entre dientes que él no tenía nada que hacer en El Salvador y que los guanacos le caían mal.
Entre las fotos del Maíz, la más antigua que encontré es una que le tomaron con el traje de marinerito, en la que aparece con su hermana Tina, en 1946, el año que llegó a Guatemala. En esa época conoció a su papá, y contaba que le dió miedo aquel señor alto, de anteojos, a quien no recordaba haber visto en su vida. Pero luego llegó a quererlo como a un verdadero padre ¿Será cierto eso de que "la sangre llama"? En Guatemala conoció también al resto de la familia, al tío Juan y al tío Miguel, a los primos Guayo, Jeremías, Noy, Tono, Moisés y otro montón de parientes en los que el "Figueroa" se mezclaba con apellidos como Vidal, Hidalgo, Portillo, etc. Familia grande y solidaria que se ha ido dispersando, pero con la que todavía nos reconocemos como parientes cuando nos encontramos.
Su hermana Gloria, mi madre, fue quien lo terminó de criar y siguió siendo una madre para él hasta el final. Es un ángel terrestre, esta Doña Gloria, que ha criado y ha servido a propios y ajenos toda su vida. Será por eso que para desearle un bien a alguien dicen "Que Dios lo tenga en su Gloria". El Maíz se refería a ella diciendo "La Gloria, mi hermana" pero de un sólo jalón, como una sola palabra, "LaGloriamihermana". Aún después de casada, mi madre siempre anduvo preocupada por el Maíz, y mi padre, de quien ya he hablado antes, también lo adoptó como si fuera su hermano menor, o su hijo.
Creo que todos en la familia lo queríamos. Nosotros nos acostumbramos a su presencia intermitente desde pequeños. Aterrizaba en la casa cuando andaba "de parada", entre una furia y la siguiente, y se incorporaba de lleno a la vida familiar ayudando en lo que podía: haciendo mandados, bañando chuchos, enseñándole las tablas de multiplicar a la hija de la muchacha, o lustrando los zapatos de todos. Más de alguna vez hizo una barrabasada, como cocinar filetes de exportación para dárselos al chucho, o sobrealimentar hasta la muerte a los pececitos de la pecera, en su afán de ayudar. A los chuchos los bañaba el sábado temprano, con agua fría, y les decía que eran chuchos burgueses, que ya los quisiera ver presos, o enfuerzados con él en la Sierra Maestra consiguiendo su propia comida.
Desde Mamabisa, en el Salvador, y Doña Elena Sáenz (mi bisabuela) y sus hermanos en Guatemala, hasta el Mosca, mis demás sobrinos y mis hijos, cinco generaciones reímos de sus ocurrencias, nos apenamos por sus degracias, le ayudamos y recibimos su ayuda. Sólo tres de estas generaciones lloramos su muerte: las primeras dos partieron antes. Quizá los que menos lo conocieron y menos lo quisieron son sus propios hijos: Tania, Yuri e Ivonne, a quienes abandonó cuando estaban muy pequeños. Aún así, me cuentan que llegaron al entierro. La sangre llama, después de todo...
La Revolución
Dicen que uno es del lugar donde pasó la adolescencia, y que su corazón nunca deja de pertenecer a los ideales y sentimientos que abrazó en esa época. Los 10 años de primavera en el país de la eterna balacera transcurrieron entre los 7 y los 17 años de Maíz. No es extraño que él se considerara "un revolucionario", y que su grito de combate durante muchos años fuera "¡Viva Arévalo!"
Tenía 22 años cuando Fidel tomó el poder en Cuba, y como muchos otros de su generación, se volvió admirador de Fidel y del Che Guevara y creyó que las revoluciones para liberar a latinoamérica del imperialismo yanqui se iban a dar una tras otra en pocos años. Pronto llegaría el turno de Guatemala. El Bolo Flores ha contado en sus libros sobre los "muchachos" de esta generación que sacrificaron sus aspiraciones personales y sus vidas en aras de esta revolución que nunca llegó. Pero el Maíz no fue uno de ellos. Se dedicó con otros "comandantes" a chupar en la Sierra Maestra, y allí se le fueron la juventud y la energía que quizá hubieran hecho de él un revolucionario de verdad, y no un "bolito" revolucionario.
Abrazó el discurso antiimperialista de los 60's, seguramente en boga en la Facultad de Derecho a la que asistió un tiempo. Entendía la revolución un poco como nuestros próceres entendieron la independencia: quitarse de encima a los que nos están jodiendo desde arriba, para poder seguir jodiendo a los de abajo sin tener que compartir las ganancias.
Conoció en Guatemala al argentino que después se convertiría en el Che (fue en Guatemala donde le pusieron el apodo...), pero en esa época el tipo era uno más. La única impresión que le produjo este encuentro la resumió diciendo "yo lo que ví fue un fulano cualquiera, parecido a cantinflas". La admiración, rayando en la idolatría, vendrían después, cuando el Che ya había dejado el pellejo en Bolivia y se convirtió en un símbolo del antiimperialismo.
El Guaro
Era bolo de la calle, acostumbrado a aguantar frío en las madrugadas cuando amanecía con las llantas par'arriba en las inmediaciones del parque Colón, y también a aguantar calor y lluvia, hambre y suciedad. Se bañaba de vez en cuando en una poza del barranco que está entre las zonas 5 y 6, con bolos, putas y gente de los alrededores, todos en pelota, con algún alucinado oficiando como Juan el Bautista enmedio de la algarabía. Pasaba largas temporadas "en fuerza", y a veces lo encontrábamos barbudo, sucio y hediondo, pidiéndole dinero a todo el que pasara, operación conocida en el mundo de los bolos como "cobrar peaje", para comprarse el siguiente octavo. Nunca le tomamos una foto en esa situación, pero yo recuerdo la impresión que nos causaba, y la rapidez con la que mi madre le daba un billete y le echaba una bendición para que se alejara lo antes posible, supongo que para que nosotros no lo viéramos.
El guaro lo atrapó desde joven. Algún gen nos hace débiles contra el guaro, porque el Maíz no es ni el primero ni el último de los alcohólicos de la familia, aunque sea el más notable. Lo cierto es que sólo se detuvo dos veces: cuando le dio tuberculosis y estuvo a punto de morirse, y cuando, ya viejo, tenía plena conciencia de que, si se ponía a chupar, se las iba a tener que ver más temprano que tarde con la huesuda.
Hablaba del guaro como si fuera una persona, alguien que puede ser amable, indiferente o cruel con uno; alguien de quien algunas personas se enamoran y con quien mantienen apasionadas relaciones que terminan por destruirlos. Sentía amor, respeto, y miedo por el guaro.
Fue el guaro lo que acabó con sus sueños de ser abogado y revolucionario, lo llevó de bote en bote por las cantinas, las calles y las cárceles, y acabó con su librería y su familia. Pero sobrevivió todos esos años de borrachera y abandono gracias a su propia consitución física, a la suerte, y a la ayuda oportuna de amigos y parientes. Vivió para contarla, y contó muchas veces su vasta experiencia en las garras del guaro. En los últimos años era una especie de apóstol en los grupos de alcohólicos anónimos. Ya no era bolo, pero seguía siendo alcohólico.
Las Carceleadas
Cuando cumplió los 50, había sido encarcelado 53 veces. Yo no sé si esto es un record, pero seguramente es un buen promedio. Algunas carceleadas fueron de oficio, como cuando el Rey de España visitó Guatemala, y la policía salió a recoger bolos, mendigos, putas, chuchos, y cualquier otro elemento que afeara el paisaje para ocultarlos a la vista de su majestad. Hacían algo parecido para feriados y fiestas importantes, y mas de alguna vez el Maíz pasó la nochebuena en "la tigrera", calabozo en el que compartían alegrías y tristezas los desgarbados habitantes de las calles capitalinas que no eran dignos de mostrarse en público en tan importantes fechas. Otras carceleadas fueron "por actos inmorales en la vía pública", como la vez que se puso a orinar en la calle y, a instancias de una vieja escandalizada, un policía le puso las chachas sin darle tiempo a la operación de sacudir y guardar, por lo que recorrió buena parte del centro de Guatemala con las manos a la espalda y las partes al aire. Y más de alguna vez fue por impetuosos escándalos revolucionarios, desafinados gritos de ¡Viva Arévalo!, o por ir a insultar a los diputados porque los Galgas andaban persiguiendo salvadoreños y entonces sí le dió por sentirse guanaco e ir a reclamarle a los padres de la patria en el mismísimo congreso su falta de solidaridad con los hermanos salvadoreños. En algún lugar de la 9a. avenida había un poste con un balazo que, según el Maíz, le habían disparado a él durante un arresto particularmente violento.
Al principio las carceleadas eran de un par de días. Policías como "Galápago" capturaban a los bolos en las calles y se los llevaban al bote en fila india, amarrados con un lazo, para que les pasaran la borrachera y la goma, y luego los dejaban ir. Después la cosa se volvió mas seria, y los bolos escandalosos como el Maíz pasaban un mes en Pavón cada vez que los capturaban. Allí encontró a viejos amigos y conoció a otros, y se encontró a mas de algún pariente que le rogaba, por lo que más quisiera, que no contara que lo había visto "jalado". Hasta en Pavón era popular: no costaba mucho dar con él porque todos le conocían, gozaban al oír sus historias, se sentían apoyados y comprendidos porque el Maíz creía en su inocencia, y de vez en cuando heredaban las chamarras, gorras, cepillos de dientes y otros enseres que mi madre le enviaba cuando caía preso, y que siembre quedaban en manos de "los muchachos" a pesar de recomendación explícita de que los trajera de regreso, que no los dejara en el bote.
Los Libros
Siempre estaba leyendo algún libro, además de devorar todos los periódicos y revistas que encontraba. Hasta el fin de su vida afirmó que su verdadera vocación era la de "librero", porque se sentía bien con los libros. Y eso que el intelectual de la familia no era él sino Lalo, el poeta.
La época de la librería "Maíz" fue quizá la más feliz de su vida. Había dejado de chupar, había sobrevivido a la tuberculosis, montó ese negocio en el que se sentía a gusto , compraba todos los periódicos y pagaba lustre y café para todos los asiduos, bolos "en parada" como él. Se casó y tuvo tres hijos: Tania, Yuri, e Ivonne.
En su vejez mi abuelo pasaba mucho tiempo en la librería "Maíz", allá por la 9a. avenida y 12 calle de la zona 1, haciendo planes para conseguir trabajo con su hermano Miguel, hablando con los bolos que frecuentaban la librería, y piropeando a las alumnas del Sagrado Corazón, que pasaban frente a la librería a la hora de salida.
Allí, en la librería "Maíz", tuve mi primer trabajo: en las vacaciones de 1971 yo fui el encargado de la fotocopiadora. Por Q5 a la semana, mas café y postre a diario, iba de lunes a sábado a vivir en ese ambiente tan diferente de todo lo que yo conocía, donde los libros y las ideas eran apreciados y los ricos y el pisto despreciados, donde se hablaba de la cárcel, de los burdeles, de la calle y las cantinas con un toque de orgullo, heroísmo y nostalgia, donde las malas palabras no eran malas y ser bolo, pobre, o desgraciado, no era motivo de vergüenza. Allí veía a mi abuelo Braulio, y me deleitaba buscando libros, oyendo las historias que contaban Lanuza, el coche Saldaña, el Petenero, Teca, Chito, un cachetón colorado que se enojaba cuando le decían Santaclós, un periodista flaco que cuando se emborrachaba se volvía ladrón, y otros personajes del mundo del tío Maíz. Quizá cuando yo sea viejo pueda poner una librería en la que mis amigos puedan llegar a platicar, a hablar grandezas y pequeñeces, a compartir su vida con algún joven que empieza a conocer el mundo.
Nunca sabremos porqué todo se derrumbó. De pronto el guaro irrumpió en su vida de nuevo, su esposa se consiguió "otro" (¿o fue al revés?), y se acabaron la librería y la familia. Como el lobo de Gubbia, desapareció, tornó a la montaña. Muchos años después, el Maíz me contó que un día cualquiera, leyendo en la librería, sintió una inmensa soledad. Se sintió solo en el universo, salió a buscar compañía y la encontró en el guaro maldito. Estaban solos en el universo, el guaro y él. ¿Sería Maíz descendiente de alguno de los Aurelianos, estaría condenado a la soledad?
La Locura
Ahora es común ver gente hablando sola. Pero no hablan solos: se comunican con personas lejanas a través de teléfonos móviles con disposibivos "manos libres", o hablan con la fulana que va agachada en el carro para que no la vean al entrar al motel. El Maíz si hablaba solo. Dormido o despierto, en el baño o en la sala, uno le oía preguntar y respoder, discutir, enojarse y regañar, o contarse chistes y reír a carcajadas. Esto, por supuesto, es cosa de locos.
Decía que había heredado la locura de su abuelo guanaco; que desde el principio el sabía que iba a ser loco porque hasta físicamente se parecía a ese viejo, y se sentía hasta orgulloso de ser "el loco de la familia", puesto que ahora ha heredado mi sobrino, el Mosca. Que yo sepa, a Maíz nunca le diagnosticaron locura ni lo trataron por eso. Más que loco, era un inadaptado, alguien que veía el mundo de otro modo y no tenía pelos en la lengua para decirlo.
También podría decirse que era loco por su forma sui generis de percibir e interpretar la realidad, por la escasa memoria que le hacía contar una y otra vez la misma historia, por sus obsesiones con la limpieza personal, o sus paranoias. O por leer demasiado, como le pasó a Don Quijote. Varias "locuras" metidas en una sola persona.
Cuando una camioneta lo atropelló y lo arrastró por varios metros a media borrachera, despertó en el hospital general con tubos en la nariz y en las venas, electrodos aquí y allá, y aparatos con pantallas y lucecitas a su alrededor. Concluyó que había sido secuestrado por los extraterrestres, convicción que se vio reforzada por la presencia de una enfermera fea y hostil --esa era su forma de interpretar las cosas. Almacenaba en su cuarto una cantidad increíble de ropa, sacos, zapatos, gorras y suéteres, producto de la generosidad de amigos y parientes, y cerraba el cuarto a piedra y lodo porque estaba convencido de que la muchacha le iba a robar todo, y en verdad las cosas desaparecían porque él las regalaba y luego olvidaba, pero estaba convencido de que sus sacos, sus gorras y sus calcetines los usaba el marido de la Marta. Cosas de viejo, diría yo, más que de loco. Pero a él y a la familia nos gustaba más pensar que era loco.
La Muerte
Nunca le tuvo miedo a la muerte. Se burlaba de la gente que, ante la muerte de un ser querido se preguntan ¿porqué tenía que morirse? preguntando a su vez ¿y porqué no?¿qué tiene de especial ese pizado, cree que porque es rico, o bonito, o porque las tías tienen pisto y le han prometido heredarlo, no se va a morir? Siendo, a fin de cuentas, un superviviente en un ambiente en el que la mayoría de sus aleros murieron más bien jóvenes, con la honrosa excepción de Don Martín de León, alias "El Latino", folcrórico personaje que fue gran amigo de mi tío Lalo, y también de Maíz, no le intrigaba la muerte, sino la vida. Constantemente se preguntaba porqué no se había muerto, y cómo su misma hermana, Tina, quien llevó una mejor vida porque al fin y al cabo no se quedaba tirada en la calle, se murió antes.
Le llegó la hora cuando quizá no la esperaba. Decía que un viejo se muere en cualquier momento y por cualquier cosa, "hasta por un pedo, porque se lo tira o porque no se lo tira". A mí me parece que él creía que se iba a morir cualquier día o cualquier noche mientras dormía, sin sentir el paso de este mundo al otro. Pero no fue así: tuvo una larga agonía, el cáncer le quitó en vida lo que más le gustaba: fumar, tomar café y hablar babosadas. En los últimos meses no pudo hacer nada de esto.
Cuando lo ví por última vez, en enero, estaba deteriorado y sufría bastante, un poco por el dolor físico, y mucho por la imposibilidad de comunicarse, de comer, de tomar café y de fumar. Pensé que la muerte tendría que llegar como un alivio, de acuerdo a las palabras del mismo Maíz: "Hay dolores tan grandes en la vida, que sólo con la santa y puta muerte se remedian".
Lo cierto es que a principios de febrero, cuando acababa de cumplir los 71, se murió.
No asistí a su entierro: habiendo hecho una reservación de última hora para viajar a Guatemala en TACA, y ya con las maletas en el aeropuerto, no pude comprar el boleto porque "se cayó el sistema", y la señorita del mostrador, con su gélida sonrisa de dientes perfectos, me informó que no podría venderme el boleto, que la empresa lamentaba cualquier inconveniente causado por el desperfecto, que agradecía mi preferencia y esperaban servirme con la eficiencia de siempre en otra ocasión. Disculpe y que pase el siguiente. Pero viví los últimos momentos y de alguna manera acompañé al Maíz hasta su última morada a través de los ojos y los corazones de mis amigos que estuvieron allí, en su nombre y el mío: Byron, el Chino, Edgar, Guayo. Me contaron que mi madre hizo enrollar alrededor del ataúd una manta con el rostro del Che que el Maíz tenía en la pared de su cuarto, con lo que mató dos pájaros de un tiro: le dió el último gusto al difunto, y se libró de una vez del Che, personaje que nunca fue de sus simpatías. Byron me mandó la foto del entierro.
El Personaje Inolvidable
Cuando escribo esto me pregunto ¿Porqué era tan popular y conocido el Maíz? ¿Porqué mucha gente sentía cariño y admiración por él? ¿Porqué más de alguno le envidiaba? Creo que su popularidad se debía a su rebeldía, su irreverencia, y su alegría. En estos pueblos eternamente aporreados, acostumbrados a agachar la cabeza ante el poderoso del momento, sean estos los españoles, los gringos, el FMI o el Vaticano, la gente añora el momento en que alguien se rebele y se anime a protestar y a decir alguna grosería, aunque sea frente al espejo, para mostrar su inconformidad con el yugo, y mejor si lo hace alegremente. No en vano hemos admirado a los clásicos bandidos justicieros como Robin Hood, Chucho el Roto, El Zorro, o Pie de Lana, y a todos los que de una u otra manera se negaron a agachar la cabeza. Claro que esos personajes de película hacen cosas extraordinarias, como batir ejércitos de cientos de hombres ellos solitos, desquiciar ejércitos, policías, alguaciles y capitanes eternamente frustrados por las pícaras hazañas de los bandidos, que además se dan el lujo de reír con esas dentaduras perfectas, como anuncio de colgate, de sus perseguidores. Las hazañas del Maíz fueron pleitos imaginarios en mesas de cantina o en la Sierra Maestra, nombre que los bolos daban a no sé qué calle de la zona 1.
Los niños bien, frecuentemente educados en la hipocresía del "eso se hace pero no se dice", y otras por el estilo, veían en este irreverente personaje la liberación de los propios complejos, y mal que bien aprendieron que al pan se le llama "pan" y al vino se le llama "vino", aunque más de alguno se ruborizó y trató de convencer al Maíz de moderar su vocabulario, lo que logró fue otra llaga en sus tímpanos prejuiciosos.
El Maíz también tenía algo de Lazarillo de Tormes, y de todos esos personajes de la novela picaresca a los que la vida lleva y trae, no siempre de manera amable, por las más increíbles aventuras, y a pesar de todo salen de los apuros. A veces les va bien, a veces mal, pero siempre están alegres. El sello del Maíz era la alegría con la que contaba las aventuras propias y ajenas; las miserias del alcoholismo, la prostitución y la pobreza, las tragedias cotidianas, los vicios de la sociedad, la violencia de las cárceles, todo lo contaba con alegría, como lo había vivido. Cuando lo atropelló el bus y lo arrastró no sé cuántos metros. No sólo salió vivo, sino con el tiempo se recuperó totalmente, y convirtió el hecho en una historia de ciencia ficción, con extraterrestres y todo. La nariz leonina se la ganó por piropear a la novia de un forzudo, diciéndole que tenía "ojos de vaca envenenada", a lo que el forzudo respondió con tremenda trompada, seguramente no tenía vocabulario para responder en español. Pero no fue ese el único sopapo que recibió: años atrás el Maíz le había hecho trampa a un ciego, bebiéndose él solo el octavo que habían pagado entre los dos. Cuando se encontraron de nuevo, el ciego le pasó la mano por la cara, su forma habitual de reconocer a las personas, pero en esta ocasión además estaba midiendo la distancia para darle al Maíz una buena trompada por sinvergüenza. La hinchazón le duró poco tiempo, la alegría de contar la aventura no terminó jamás.
Y como a pesar de tantas peripecias logró llegar a viejo, tuvo tiempo de reinventar y contar lo que le pasó, lo que imaginó, lo que les pasó a otros, todo mezclado en una sola historia que ahora es la de él. Siempre tenía público entre parientes, amigos, medio amigos y desconocidos.
Los latinos no estamos muy convencidos de que la desaparición física, la muerte del cuerpo, signifique que un ser querido se ha ido para siempre. Vivimos con la impresión de que los muertos andan todavía entre nosotros y participan de nuestras vidas y hasta pueden comunicarse con los vivos, para bien o para mal. Mas de algún instruido dirá que esas son supersticiones de gente ignorante y atrasada, pero seguramente no se anima a pasar la noche al cementerio, solito... por si las dudas.... La verdadera muerte ocurre cuando uno desaparece de la memoria de los vivos. Siendo así, el Maíz tiene todavía bastante rato, hasta que lo olvidemos nosotros, nuestros hijos, nuestros sobrinos, y los otros que le conocieron. Tal vez no está muerto, sólo está fondeado...