Thursday, March 27, 2008

Mi Personaje Inolvidable

Antes yo leía las Selecciones del Reader's Digest. Salían artículos que se llamaban "Mi Personaje Inolvidable": alguna persona de alta calidad moral, que había dejado una huella indeleble en la vida del escribiente, a veces por toda una vida de convivencia, a veces por un contacto fugaz pero decisivo, a veces por un detalle de momento insignificante que luego se convirtió en el punto de partida para una nueva vida para alguien.

Que yo recuerde, nadie citó como su personaje inolvidable a un bolo sin oficio, mal esposo y peor padre. Por eso me sorprendió leer la dedicatoria del Sordo Barnoya en un ejemplar de su Historia de la Huelga de Dolores:
Para mi personaje inolvidable, Enrique 'Maíz' Figueroa,
con el afecto huelguero e invariable de,
Sordo. Nov. 17, 1988.

Y me animé a escribir estas líneas al convencerme de que uno no tiene porqué avergonzarse de que su personaje inolvidable haya sido un bolo irresponsable que no nos dejó más que el recuerdo de sus historias y vivencias, reales o ficticias, y su particular forma de ver la vida. Ahora el Maíz es, además de tío, padrino y amigo, mi personaje inolvidable, no porque haya sido bueno, ni ejemplar, heróico, mártir o santo, sino por una razón mucho más elemental: porque no lo olvido. Y estoy seguro de que hay otro montón de gente, familia, amigos, conocidos o extraños que sólo han oído hablar de él, que no lo van a olvidar.


Si me pidieran decir lo primero que se me viene a la mente al pensar en el tío Maíz, diría: la familia, el guaro, la cárcel, la revolución, la locura y la librería. Esas fueron las cosas más importantes en la vida del Maíz.

La Familia

Como muchos chapines, el Maíz se consideraba superior por el simple hecho de no ser indio. Y como no le bastaba para demostrar que por su cuerpo corría sangre ibérica con su aspecto de abarrotero gachupín, pelón de la cabeza y peludo desde las orejas hasta los pies, al contrario de los indígenes, que sólo tienen pelo de las orejas para arriba, se tomó el trabajo de averiguar un par de cosas de su árbol genealógico para que nadie creyera que era de esos que "no llegan al abuelo sin llegar al caite".

Contaba el Maíz que su bisabuelo fue un tal Basilio Foguera, tan chaparrito que le apodaban "chisguete". De origen español, o quizá portugués, llegó a Guatemala huyendo de México después de matar a un cristiano, y se cambió el nombre a Braulio Figueroa. Se estableció y formó su familia en Concepción las Minas, donde tuvo un hijo altísimo, que debía encoger las piernas para no arrastrar los pies por el suelo cuando montaba a caballo, y le bastaba con estirarlas para quedar de pie en el suelo mientras el caballo seguía caminando.

En la siguiente generación nació otro Braulio Figueroa, que partió a buscar fortuna a Santa Ana, El Salvador, donde se casó dos veces. Decía este Braulio, papá del Maíz y abuelo mío, que casándose con dos hermanas se ahorró una suegra. Del primer matrimonio sólo nació una hija, Peta, pero en el segundo tuvo una familia grande; eran los tiempos en los que la gente se casaba para tener hijos, y fueron seis: Chita, Doris, Gloria, Lalo, Tina y Maíz, quien para fines legales se llamaba Francisco Enrique. Se han ido muriendo al revés, los jóvenes primero y los viejos después, y hoy sólo sobreviven las tres hermanas mayores: Chita, Doris, y Gloria que es mi madre.

Por el lado materno, sus abuelos fueron Enrique Castro, de quien lo único que sé es que tenía algo de dinero y estaba loco, y Luisa Valenzuela, alias "Mamabisa", que le dió varios hijos al viejo loco, pero no dormía con él: decía que le daba vergüenza, porque no estaban casados. Lo cierto es que en la casona de Don Enrique, los Figueroa vivían bajo el matriarcado de su abuela Mamabisa, quien ejercía el poder sobre hijos, nietos y arrimados.

Yo no sé porqué mi abuelo Braulio se regresó a Guatemala y dejó a la familia en Santa Ana. Mamabisa nunca se lo perdonó, y si bien cuando empezó a frecuentar la casa le ofrecía café con leche y le decía "el míster" por ser extranjero, al final Mamabisa decía que "Chapín y vaca, donde pone la pata pone la caca". Mi abuelo se expresaba de Mamabisa con frases igualmente hostiles, pero no tan folclóricas. Lo cierto es que morir mi abuela Ernestina, los Figueroa se trasladaron a Guatemala en busca de su papá, quien después se casó con Gilma y tenía otras dos hijas: María y Tanchito. Parece que tuvo otros hijos e hijas "naturales" --como que si los hijos de matrimonio fueran artificiales-- de los que no tengo noticia.

El Maíz llegó a Guatemala muy pequeño, por eso siempre se consideró guatemalteco y hasta dijo que iba a llegar a ser presidente. Cuando lo deportaron a El Salvador porque había perdido la cédula y de alguna manera supieron que era guanaco, se regresó en cuanto lo dejaron en la frontera, diciendo entre dientes que él no tenía nada que hacer en El Salvador y que los guanacos le caían mal.

Entre las fotos del Maíz, la más antigua que encontré es una que le tomaron con el traje de marinerito, en la que aparece con su hermana Tina, en 1946, el año que llegó a Guatemala. En esa época conoció a su papá, y contaba que le dió miedo aquel señor alto, de anteojos, a quien no recordaba haber visto en su vida. Pero luego llegó a quererlo como a un verdadero padre ¿Será cierto eso de que "la sangre llama"? En Guatemala conoció también al resto de la familia, al tío Juan y al tío Miguel, a los primos Guayo, Jeremías, Noy, Tono, Moisés y otro montón de parientes en los que el "Figueroa" se mezclaba con apellidos como Vidal, Hidalgo, Portillo, etc. Familia grande y solidaria que se ha ido dispersando, pero con la que todavía nos reconocemos como parientes cuando nos encontramos.

Su hermana Gloria, mi madre, fue quien lo terminó de criar y siguió siendo una madre para él hasta el final. Es un ángel terrestre, esta Doña Gloria, que ha criado y ha servido a propios y ajenos toda su vida. Será por eso que para desearle un bien a alguien dicen "Que Dios lo tenga en su Gloria". El Maíz se refería a ella diciendo "La Gloria, mi hermana" pero de un sólo jalón, como una sola palabra, "LaGloriamihermana". Aún después de casada, mi madre siempre anduvo preocupada por el Maíz, y mi padre, de quien ya he hablado antes, también lo adoptó como si fuera su hermano menor, o su hijo.

Creo que todos en la familia lo queríamos. Nosotros nos acostumbramos a su presencia intermitente desde pequeños. Aterrizaba en la casa cuando andaba "de parada", entre una furia y la siguiente, y se incorporaba de lleno a la vida familiar ayudando en lo que podía: haciendo mandados, bañando chuchos, enseñándole las tablas de multiplicar a la hija de la muchacha, o lustrando los zapatos de todos. Más de alguna vez hizo una barrabasada, como cocinar filetes de exportación para dárselos al chucho, o sobrealimentar hasta la muerte a los pececitos de la pecera, en su afán de ayudar. A los chuchos los bañaba el sábado temprano, con agua fría, y les decía que eran chuchos burgueses, que ya los quisiera ver presos, o enfuerzados con él en la Sierra Maestra consiguiendo su propia comida.

Desde Mamabisa, en el Salvador, y Doña Elena Sáenz (mi bisabuela) y sus hermanos en Guatemala, hasta el Mosca, mis demás sobrinos y mis hijos, cinco generaciones reímos de sus ocurrencias, nos apenamos por sus degracias, le ayudamos y recibimos su ayuda. Sólo tres de estas generaciones lloramos su muerte: las primeras dos partieron antes. Quizá los que menos lo conocieron y menos lo quisieron son sus propios hijos: Tania, Yuri e Ivonne, a quienes abandonó cuando estaban muy pequeños. Aún así, me cuentan que llegaron al entierro. La sangre llama, después de todo...

La Revolución

Dicen que uno es del lugar donde pasó la adolescencia, y que su corazón nunca deja de pertenecer a los ideales y sentimientos que abrazó en esa época. Los 10 años de primavera en el país de la eterna balacera transcurrieron entre los 7 y los 17 años de Maíz. No es extraño que él se considerara "un revolucionario", y que su grito de combate durante muchos años fuera "¡Viva Arévalo!"

Tenía 22 años cuando Fidel tomó el poder en Cuba, y como muchos otros de su generación, se volvió admirador de Fidel y del Che Guevara y creyó que las revoluciones para liberar a latinoamérica del imperialismo yanqui se iban a dar una tras otra en pocos años. Pronto llegaría el turno de Guatemala. El Bolo Flores ha contado en sus libros sobre los "muchachos" de esta generación que sacrificaron sus aspiraciones personales y sus vidas en aras de esta revolución que nunca llegó. Pero el Maíz no fue uno de ellos. Se dedicó con otros "comandantes" a chupar en la Sierra Maestra, y allí se le fueron la juventud y la energía que quizá hubieran hecho de él un revolucionario de verdad, y no un "bolito" revolucionario.

Abrazó el discurso antiimperialista de los 60's, seguramente en boga en la Facultad de Derecho a la que asistió un tiempo. Entendía la revolución un poco como nuestros próceres entendieron la independencia: quitarse de encima a los que nos están jodiendo desde arriba, para poder seguir jodiendo a los de abajo sin tener que compartir las ganancias.

Conoció en Guatemala al argentino que después se convertiría en el Che (fue en Guatemala donde le pusieron el apodo...), pero en esa época el tipo era uno más. La única impresión que le produjo este encuentro la resumió diciendo "yo lo que ví fue un fulano cualquiera, parecido a cantinflas". La admiración, rayando en la idolatría, vendrían después, cuando el Che ya había dejado el pellejo en Bolivia y se convirtió en un símbolo del antiimperialismo.

El Guaro

Era bolo de la calle, acostumbrado a aguantar frío en las madrugadas cuando amanecía con las llantas par'arriba en las inmediaciones del parque Colón, y también a aguantar calor y lluvia, hambre y suciedad. Se bañaba de vez en cuando en una poza del barranco que está entre las zonas 5 y 6, con bolos, putas y gente de los alrededores, todos en pelota, con algún alucinado oficiando como Juan el Bautista enmedio de la algarabía. Pasaba largas temporadas "en fuerza", y a veces lo encontrábamos barbudo, sucio y hediondo, pidiéndole dinero a todo el que pasara, operación conocida en el mundo de los bolos como "cobrar peaje", para comprarse el siguiente octavo. Nunca le tomamos una foto en esa situación, pero yo recuerdo la impresión que nos causaba, y la rapidez con la que mi madre le daba un billete y le echaba una bendición para que se alejara lo antes posible, supongo que para que nosotros no lo viéramos.

El guaro lo atrapó desde joven. Algún gen nos hace débiles contra el guaro, porque el Maíz no es ni el primero ni el último de los alcohólicos de la familia, aunque sea el más notable. Lo cierto es que sólo se detuvo dos veces: cuando le dio tuberculosis y estuvo a punto de morirse, y cuando, ya viejo, tenía plena conciencia de que, si se ponía a chupar, se las iba a tener que ver más temprano que tarde con la huesuda.

Hablaba del guaro como si fuera una persona, alguien que puede ser amable, indiferente o cruel con uno; alguien de quien algunas personas se enamoran y con quien mantienen apasionadas relaciones que terminan por destruirlos. Sentía amor, respeto, y miedo por el guaro.

Fue el guaro lo que acabó con sus sueños de ser abogado y revolucionario, lo llevó de bote en bote por las cantinas, las calles y las cárceles, y acabó con su librería y su familia. Pero sobrevivió todos esos años de borrachera y abandono gracias a su propia consitución física, a la suerte, y a la ayuda oportuna de amigos y parientes. Vivió para contarla, y contó muchas veces su vasta experiencia en las garras del guaro. En los últimos años era una especie de apóstol en los grupos de alcohólicos anónimos. Ya no era bolo, pero seguía siendo alcohólico.

Las Carceleadas

Cuando cumplió los 50, había sido encarcelado 53 veces. Yo no sé si esto es un record, pero seguramente es un buen promedio. Algunas carceleadas fueron de oficio, como cuando el Rey de España visitó Guatemala, y la policía salió a recoger bolos, mendigos, putas, chuchos, y cualquier otro elemento que afeara el paisaje para ocultarlos a la vista de su majestad. Hacían algo parecido para feriados y fiestas importantes, y mas de alguna vez el Maíz pasó la nochebuena en "la tigrera", calabozo en el que compartían alegrías y tristezas los desgarbados habitantes de las calles capitalinas que no eran dignos de mostrarse en público en tan importantes fechas. Otras carceleadas fueron "por actos inmorales en la vía pública", como la vez que se puso a orinar en la calle y, a instancias de una vieja escandalizada, un policía le puso las chachas sin darle tiempo a la operación de sacudir y guardar, por lo que recorrió buena parte del centro de Guatemala con las manos a la espalda y las partes al aire. Y más de alguna vez fue por impetuosos escándalos revolucionarios, desafinados gritos de ¡Viva Arévalo!, o por ir a insultar a los diputados porque los Galgas andaban persiguiendo salvadoreños y entonces sí le dió por sentirse guanaco e ir a reclamarle a los padres de la patria en el mismísimo congreso su falta de solidaridad con los hermanos salvadoreños. En algún lugar de la 9a. avenida había un poste con un balazo que, según el Maíz, le habían disparado a él durante un arresto particularmente violento.

Al principio las carceleadas eran de un par de días. Policías como "Galápago" capturaban a los bolos en las calles y se los llevaban al bote en fila india, amarrados con un lazo, para que les pasaran la borrachera y la goma, y luego los dejaban ir. Después la cosa se volvió mas seria, y los bolos escandalosos como el Maíz pasaban un mes en Pavón cada vez que los capturaban. Allí encontró a viejos amigos y conoció a otros, y se encontró a mas de algún pariente que le rogaba, por lo que más quisiera, que no contara que lo había visto "jalado". Hasta en Pavón era popular: no costaba mucho dar con él porque todos le conocían, gozaban al oír sus historias, se sentían apoyados y comprendidos porque el Maíz creía en su inocencia, y de vez en cuando heredaban las chamarras, gorras, cepillos de dientes y otros enseres que mi madre le enviaba cuando caía preso, y que siembre quedaban en manos de "los muchachos" a pesar de recomendación explícita de que los trajera de regreso, que no los dejara en el bote.

Los Libros

Siempre estaba leyendo algún libro, además de devorar todos los periódicos y revistas que encontraba. Hasta el fin de su vida afirmó que su verdadera vocación era la de "librero", porque se sentía bien con los libros. Y eso que el intelectual de la familia no era él sino Lalo, el poeta.

La época de la librería "Maíz" fue quizá la más feliz de su vida. Había dejado de chupar, había sobrevivido a la tuberculosis, montó ese negocio en el que se sentía a gusto , compraba todos los periódicos y pagaba lustre y café para todos los asiduos, bolos "en parada" como él. Se casó y tuvo tres hijos: Tania, Yuri, e Ivonne.

En su vejez mi abuelo pasaba mucho tiempo en la librería "Maíz", allá por la 9a. avenida y 12 calle de la zona 1, haciendo planes para conseguir trabajo con su hermano Miguel, hablando con los bolos que frecuentaban la librería, y piropeando a las alumnas del Sagrado Corazón, que pasaban frente a la librería a la hora de salida.

Allí, en la librería "Maíz", tuve mi primer trabajo: en las vacaciones de 1971 yo fui el encargado de la fotocopiadora. Por Q5 a la semana, mas café y postre a diario, iba de lunes a sábado a vivir en ese ambiente tan diferente de todo lo que yo conocía, donde los libros y las ideas eran apreciados y los ricos y el pisto despreciados, donde se hablaba de la cárcel, de los burdeles, de la calle y las cantinas con un toque de orgullo, heroísmo y nostalgia, donde las malas palabras no eran malas y ser bolo, pobre, o desgraciado, no era motivo de vergüenza. Allí veía a mi abuelo Braulio, y me deleitaba buscando libros, oyendo las historias que contaban Lanuza, el coche Saldaña, el Petenero, Teca, Chito, un cachetón colorado que se enojaba cuando le decían Santaclós, un periodista flaco que cuando se emborrachaba se volvía ladrón, y otros personajes del mundo del tío Maíz. Quizá cuando yo sea viejo pueda poner una librería en la que mis amigos puedan llegar a platicar, a hablar grandezas y pequeñeces, a compartir su vida con algún joven que empieza a conocer el mundo.

Nunca sabremos porqué todo se derrumbó. De pronto el guaro irrumpió en su vida de nuevo, su esposa se consiguió "otro" (¿o fue al revés?), y se acabaron la librería y la familia. Como el lobo de Gubbia, desapareció, tornó a la montaña. Muchos años después, el Maíz me contó que un día cualquiera, leyendo en la librería, sintió una inmensa soledad. Se sintió solo en el universo, salió a buscar compañía y la encontró en el guaro maldito. Estaban solos en el universo, el guaro y él. ¿Sería Maíz descendiente de alguno de los Aurelianos, estaría condenado a la soledad?

La Locura

Ahora es común ver gente hablando sola. Pero no hablan solos: se comunican con personas lejanas a través de teléfonos móviles con disposibivos "manos libres", o hablan con la fulana que va agachada en el carro para que no la vean al entrar al motel. El Maíz si hablaba solo. Dormido o despierto, en el baño o en la sala, uno le oía preguntar y respoder, discutir, enojarse y regañar, o contarse chistes y reír a carcajadas. Esto, por supuesto, es cosa de locos.

Decía que había heredado la locura de su abuelo guanaco; que desde el principio el sabía que iba a ser loco porque hasta físicamente se parecía a ese viejo, y se sentía hasta orgulloso de ser "el loco de la familia", puesto que ahora ha heredado mi sobrino, el Mosca. Que yo sepa, a Maíz nunca le diagnosticaron locura ni lo trataron por eso. Más que loco, era un inadaptado, alguien que veía el mundo de otro modo y no tenía pelos en la lengua para decirlo.

También podría decirse que era loco por su forma sui generis de percibir e interpretar la realidad, por la escasa memoria que le hacía contar una y otra vez la misma historia, por sus obsesiones con la limpieza personal, o sus paranoias. O por leer demasiado, como le pasó a Don Quijote. Varias "locuras" metidas en una sola persona.

Cuando una camioneta lo atropelló y lo arrastró por varios metros a media borrachera, despertó en el hospital general con tubos en la nariz y en las venas, electrodos aquí y allá, y aparatos con pantallas y lucecitas a su alrededor. Concluyó que había sido secuestrado por los extraterrestres, convicción que se vio reforzada por la presencia de una enfermera fea y hostil --esa era su forma de interpretar las cosas. Almacenaba en su cuarto una cantidad increíble de ropa, sacos, zapatos, gorras y suéteres, producto de la generosidad de amigos y parientes, y cerraba el cuarto a piedra y lodo porque estaba convencido de que la muchacha le iba a robar todo, y en verdad las cosas desaparecían porque él las regalaba y luego olvidaba, pero estaba convencido de que sus sacos, sus gorras y sus calcetines los usaba el marido de la Marta. Cosas de viejo, diría yo, más que de loco. Pero a él y a la familia nos gustaba más pensar que era loco.

La Muerte

Nunca le tuvo miedo a la muerte. Se burlaba de la gente que, ante la muerte de un ser querido se preguntan ¿porqué tenía que morirse? preguntando a su vez ¿y porqué no?¿qué tiene de especial ese pizado, cree que porque es rico, o bonito, o porque las tías tienen pisto y le han prometido heredarlo, no se va a morir? Siendo, a fin de cuentas, un superviviente en un ambiente en el que la mayoría de sus aleros murieron más bien jóvenes, con la honrosa excepción de Don Martín de León, alias "El Latino", folcrórico personaje que fue gran amigo de mi tío Lalo, y también de Maíz, no le intrigaba la muerte, sino la vida. Constantemente se preguntaba porqué no se había muerto, y cómo su misma hermana, Tina, quien llevó una mejor vida porque al fin y al cabo no se quedaba tirada en la calle, se murió antes.

Le llegó la hora cuando quizá no la esperaba. Decía que un viejo se muere en cualquier momento y por cualquier cosa, "hasta por un pedo, porque se lo tira o porque no se lo tira". A mí me parece que él creía que se iba a morir cualquier día o cualquier noche mientras dormía, sin sentir el paso de este mundo al otro. Pero no fue así: tuvo una larga agonía, el cáncer le quitó en vida lo que más le gustaba: fumar, tomar café y hablar babosadas. En los últimos meses no pudo hacer nada de esto.

Cuando lo ví por última vez, en enero, estaba deteriorado y sufría bastante, un poco por el dolor físico, y mucho por la imposibilidad de comunicarse, de comer, de tomar café y de fumar. Pensé que la muerte tendría que llegar como un alivio, de acuerdo a las palabras del mismo Maíz: "Hay dolores tan grandes en la vida, que sólo con la santa y puta muerte se remedian".

Lo cierto es que a principios de febrero, cuando acababa de cumplir los 71, se murió.

No asistí a su entierro: habiendo hecho una reservación de última hora para viajar a Guatemala en TACA, y ya con las maletas en el aeropuerto, no pude comprar el boleto porque "se cayó el sistema", y la señorita del mostrador, con su gélida sonrisa de dientes perfectos, me informó que no podría venderme el boleto, que la empresa lamentaba cualquier inconveniente causado por el desperfecto, que agradecía mi preferencia y esperaban servirme con la eficiencia de siempre en otra ocasión. Disculpe y que pase el siguiente. Pero viví los últimos momentos y de alguna manera acompañé al Maíz hasta su última morada a través de los ojos y los corazones de mis amigos que estuvieron allí, en su nombre y el mío: Byron, el Chino, Edgar, Guayo. Me contaron que mi madre hizo enrollar alrededor del ataúd una manta con el rostro del Che que el Maíz tenía en la pared de su cuarto, con lo que mató dos pájaros de un tiro: le dió el último gusto al difunto, y se libró de una vez del Che, personaje que nunca fue de sus simpatías. Byron me mandó la foto del entierro.

El Personaje Inolvidable

Cuando escribo esto me pregunto ¿Porqué era tan popular y conocido el Maíz? ¿Porqué mucha gente sentía cariño y admiración por él? ¿Porqué más de alguno le envidiaba? Creo que su popularidad se debía a su rebeldía, su irreverencia, y su alegría. En estos pueblos eternamente aporreados, acostumbrados a agachar la cabeza ante el poderoso del momento, sean estos los españoles, los gringos, el FMI o el Vaticano, la gente añora el momento en que alguien se rebele y se anime a protestar y a decir alguna grosería, aunque sea frente al espejo, para mostrar su inconformidad con el yugo, y mejor si lo hace alegremente. No en vano hemos admirado a los clásicos bandidos justicieros como Robin Hood, Chucho el Roto, El Zorro, o Pie de Lana, y a todos los que de una u otra manera se negaron a agachar la cabeza. Claro que esos personajes de película hacen cosas extraordinarias, como batir ejércitos de cientos de hombres ellos solitos, desquiciar ejércitos, policías, alguaciles y capitanes eternamente frustrados por las pícaras hazañas de los bandidos, que además se dan el lujo de reír con esas dentaduras perfectas, como anuncio de colgate, de sus perseguidores. Las hazañas del Maíz fueron pleitos imaginarios en mesas de cantina o en la Sierra Maestra, nombre que los bolos daban a no sé qué calle de la zona 1.

Los niños bien, frecuentemente educados en la hipocresía del "eso se hace pero no se dice", y otras por el estilo, veían en este irreverente personaje la liberación de los propios complejos, y mal que bien aprendieron que al pan se le llama "pan" y al vino se le llama "vino", aunque más de alguno se ruborizó y trató de convencer al Maíz de moderar su vocabulario, lo que logró fue otra llaga en sus tímpanos prejuiciosos.

El Maíz también tenía algo de Lazarillo de Tormes, y de todos esos personajes de la novela picaresca a los que la vida lleva y trae, no siempre de manera amable, por las más increíbles aventuras, y a pesar de todo salen de los apuros. A veces les va bien, a veces mal, pero siempre están alegres. El sello del Maíz era la alegría con la que contaba las aventuras propias y ajenas; las miserias del alcoholismo, la prostitución y la pobreza, las tragedias cotidianas, los vicios de la sociedad, la violencia de las cárceles, todo lo contaba con alegría, como lo había vivido. Cuando lo atropelló el bus y lo arrastró no sé cuántos metros. No sólo salió vivo, sino con el tiempo se recuperó totalmente, y convirtió el hecho en una historia de ciencia ficción, con extraterrestres y todo. La nariz leonina se la ganó por piropear a la novia de un forzudo, diciéndole que tenía "ojos de vaca envenenada", a lo que el forzudo respondió con tremenda trompada, seguramente no tenía vocabulario para responder en español. Pero no fue ese el único sopapo que recibió: años atrás el Maíz le había hecho trampa a un ciego, bebiéndose él solo el octavo que habían pagado entre los dos. Cuando se encontraron de nuevo, el ciego le pasó la mano por la cara, su forma habitual de reconocer a las personas, pero en esta ocasión además estaba midiendo la distancia para darle al Maíz una buena trompada por sinvergüenza. La hinchazón le duró poco tiempo, la alegría de contar la aventura no terminó jamás.

Y como a pesar de tantas peripecias logró llegar a viejo, tuvo tiempo de reinventar y contar lo que le pasó, lo que imaginó, lo que les pasó a otros, todo mezclado en una sola historia que ahora es la de él. Siempre tenía público entre parientes, amigos, medio amigos y desconocidos.


Los latinos no estamos muy convencidos de que la desaparición física, la muerte del cuerpo, signifique que un ser querido se ha ido para siempre. Vivimos con la impresión de que los muertos andan todavía entre nosotros y participan de nuestras vidas y hasta pueden comunicarse con los vivos, para bien o para mal. Mas de algún instruido dirá que esas son supersticiones de gente ignorante y atrasada, pero seguramente no se anima a pasar la noche al cementerio, solito... por si las dudas.... La verdadera muerte ocurre cuando uno desaparece de la memoria de los vivos. Siendo así, el Maíz tiene todavía bastante rato, hasta que lo olvidemos nosotros, nuestros hijos, nuestros sobrinos, y los otros que le conocieron. Tal vez no está muerto, sólo está fondeado...

Saturday, July 15, 2006

Viejo, mi querido viejo

GordoPonce y su padreLos Ponce somos un poco piedras: Nos cuesta regalar palabras o gestos de ternura y nos atragantamos con nuestra propia saliva cuando queremos hablar de sentimientos. Por eso fue que a mi viejo y a mí se nos llenaron los ojos de lágrimas, pero casi no pudimos hablar cuando me regaló la medalla que sus amigos más queridos, hoy casi todos difuntos, le dieron a él cuando cumplió los 50, allá por 1977. Fue el día que me celebraron los 50 años. Sin muchas palabras, nos entendimos a través de nuestros ojos vidriosos y nuestras anudadas gargantas.

Recibí la medalla como los futbolistas reciben la copa FIFA, los ciclistas el suéter quetzal y los atletas el fuego olímpico: sabiendo que tengo que cuidarla y entregarla a alguno de mis hijos cuando cumpla 50. Quién sabe si voy a vivir tanto tiempo...

A lo mejor hubiera debido decirle mi papá lo que ha significado para mí y para todos mis hermanos, de sangre y de crianza, su presencia durante todos estos años. Pero es que, de veras, no podía hablar. Ni siquiera para decir "es un gran tipo mi viejo...", como empieza la famosísima canción de Piero, extraordinaria declaración de amor al padre en un mundo dominado por el complejo de Edipo. Me hubiera dado mucho gusto dedicársela a mi propio viejo ese día, pero nadie se sabía la letra. Por eso es que ahora, por escrito, le estoy dando rienda suelta al río de sentimientos que se desataton entonces.

La influencia de mi padre sobre mí empezó cuando donó su cromosoma " Y " para que yo me llamara Gustavo Adolfo, como el galán de las radionovelas que oía mi madre en su radio Hitachi con forro de cuero café, y no María Eugenia, que era el nombre que me tenían preparado, junto con el cuarto y la cuna rosados en la clínica de ese doctor con nombre de baile en la que nací.

Después vinieron los años de dominio materno. Éramos una familia tradicional, en la que el papá salía a trabajar para ganarse el pan con el sudor de la frente, y la mamá permanecía en casa administrando el patrimonio familiar y cuidando a los hijos, que crecimos sanos y contentos bajo la mano suave pero firme de mi madre, de quien les platicaré en otra ocasión. En esa época mi padre me parecía un señor muy alto, muy serio, y de pocas palabras, cuya presencia en la mesa familiar apagaba la algarabía tan común cuando estábamos a solas con mi madre. Nos turnábamos para lustrar sus zapatos y temíamos que algún día se cumpliera el "le voy a decir a tu papá" que a veces pendía sobre nuestras cabezas como espada de Damocles.

En esos días el principal contacto entre mi papá y yo se dió a través del escritorio de caoba que fue de mi abuelo, luego de mi padre, y ahora es mío. Registraba las gavetas a escondidas, casi sin respirar, admirando con devoción religiosa tesoros como los lápices verdes, sin borrador, seguramente hechos para gente que nunca cometía errores. Eran verdaderas obras de arte, descendientes directos de los lápices que desde la época de Leonardo da Vinci se fabricaban con la madera de los bosques y el grafito de las minas del Conde de Faber Castell. Pasaba la mano por el borde liso, muy liso, de esas misteriosas escuadras Keuffel & Esser que no tenían escalas ni números, seguramente fabricadas para gente que sabía medir con la mirada. Admiraba la perfección del juego de compases y tiralíneas Kern, que me parecían los instrumentos con los que Dios había dibujado los planos originales del universo. Revisaba libros y cuadernos y me prometí que algún día, cuando terminara de leer "Mis Primeros Conocimientos", estudiaría el Álgebra de Salinas y Benitez, el Tratado Popular de Física de Kleiber & Karsten y El Arte de Proyectar en Arquitectura de Neufert para llegar a ser tan sabio como mi papá. Todavía me emociona tocar mi viejo escritorio, y constatar que en algún momento mis hijos se dieron a la tarea de registrar las mismas gavetas y quizá experimentaron la misma emoción, mezcla de curiosidad, reverencia, y miedo a ser descubierto.

Me gustaba sentarme al lado de mi padre cuando trabajaba sobre planos y cálculos tan nítidos. Decidí entonces que yo tambien trabajaría en ingeniería, y empecé por escribir con "letra de ingeniero", lo que me costó no pocos regaños de maestros convencidos de que los caballeros debían aprender a escribir con letra de carta con el método Palmer, y que la letra de molde era cosa de bellacos y malcriados. También me gustaba sentarme con mi viejo y sus amigos durante las fiestas y los días de campo; comerme las boquitas y tomar coca-cola, pero sobre todo oír las conversaciones de los grandes y sentirme uno de ellos. Recuerdo a Neto Molina, Víctor Cordón, Rafa Leonardo, Wasji Diab y a otros de sus amigos con afecto y nostalgia, como si hubieran sido mis amigos y no los suyos.

De mi padre aprendí a pasar la cinta de la grabadora por el bosque de palanquitas y cilindritos que la llevaban hasta el otro carrete, a remendar las cintas haciendo cortes en diagonal, y a sujetar los discos poniendo un dedo en el hoyito de enmedio y el otro en la orilla para no ensuciar la superficie; a hacer el nudo de la corbata y otros rituales masculinos cuando ya sentía que se me estaban secando las alas y quería volar por mi cuenta.

Y, como a todo mundo, me llegó la época en la que me creí superior a mi papá. Descubrí mi propia vocación y nunca estudié ingeniería. No necesitaba lápices ni instrumentos porque no tenía que hacer planos, aprendí el álgebra y la física de libros más modernos, me aficioné a los casettes, adopté como uniforme los caites y el chalequito blanco que Napo me trajo de Ecuador, y salí a conquistar el mundo sin corbata, que al fin y al cabo era cosa de burgueses.

Allí, en el mundo, me encontré de nuevo con mi papá, a través de las personas que le conocían desde antes de que yo naciera. Me enteré que había sido el mejor estudiante de ingeniería en su grupo, y que la opaca medallita del premio "Unión y Labor" que aún habita en su estudio era un reconocimiento a tal logro. También me contaron que había destacado en las regatas, el volibol y el boliche y que había competido en otros países como seleccionado nacional. Y que el "Popo" Ponce era un ingeniero muy respetado, de los pocos que sabían integrar y con una ética profesional a prueba de fuego. Gran bebedor y pésimo bailarín, todo un león para dormir y roncar. Con los primeros fracasos tuve que tragarme el orgullo y pedir su apoyo, y descubrí que mi padre aún era fuerte y sabía muchas cosas de la vida que yo ignoraba. Me faltaba mucho por aprender, pero ya no de mi madre. De la misma manera que un padre, por dedicado y cariñoso que sea, no puede enseñarle a una hija los secretos de la femineidad, una madre no puede enseñarle a un hijo a ser hombre. Para eso se necesita un padre. Y allí estaba mi viejo, renovado ante mis ojos, y mucho más cercano, más camarada, gracias al pegamento indisoluble que da cohesión a la famiila: el licor.

Dicen que uno de los primeros signos de envejecimiento es que uno se mira en el espejo y ve a un señor muy parecido a su papá. Me pasó hace muchos años, pero no tantos. Ya había vivido lo suficiente para saber que la vida no es tan fácil y que yo la estaba enfrentando con éxito gracias en buena parte a la presencia silenciosa y constante de ese hombre tan parecido al del espejo. Y me sentí orgulloso de parecerme a él hasta en la forma de regañar a los hijos y hasta en los defectos y los errores.

Y ahora, cuando vamos "cuesta abajo en la rodada", como dice algún tango, mi viejo sigue siendo un ejemplo para mí por su presencia de ánimo y sus deseos de trabajar y vivir a pesar de que su salud y su fortaleza ya no son las de antes, de que se le olvidan las cosas y de que a veces se pelea con un pedazo de pita porque no puede deshacer un nudo cuando se le tuercen los anteojos. Y cada día lo quiero más y siento ganas de decírselo, pero mejor lo escribo porque si trato de decirlo me atraganto con mi propia saliva y no puedo hablar. Es que los Ponce somos un poco piedras para eso...

Wednesday, June 14, 2006

Nosotros, los Conquistados

Dicen que fue Eduardo Galeano el que dijo que los hispanoamericanos tenemos dos cosas en común: que no pronunciamos la "z" y que odiamos a los gringos. Yo no sé si es cierto, pero a mí me conviene que haya sido él, porque es el único autor famoso con el que me he tomado una foto. Hice una cola como de dos horas para lograrla, pero en la foto no se nota, hasta parece que fuéramos grandes amigos.

Se me ocurre que ese rechazo colectivo no tiene que ver mucho ni con la "z" ni con la "Dr. Pepper", sino con un pasado que no nos gusta, y al que consideramos la causa de que el presente tampoco nos guste, y el futuro... bueno. mejor empecemos por examinar ese pasado.

La historia nos la cuentan más o menos así:

Después de que Cristóbal Colón descubrió América, los españoles, encandilados ante ese nuevo mundo de riqueza, abundancia y tolerancia, se dejaron venir a disfrutarlo. Como los indios americanos eran tercos y maldispuestos y no entendían que los españoles traían consigo la civilización, la religión, la cultura y la salvación, se mostraron reacios a cooperar con los recién llegados, que tuvieron que conquistarlos con una mezcla de campañas militares, alianzas con algunos indígenas traidores, explotación de los conflictos internos, engaños y promesas de riqueza para unos y salvación eterna para otros. Terminada la conquista, se organizaron en virreinatos, capitanías y encomiendas. Donde habia indios los pusieron a trabajar, sin salarios ni aguinaldo, y donde no los habia, trajeron negros en las mismas condiciones laborales. Se convirtieron en imperio y se llevaron una barbaridad de tesoros y riquezas que luego los otros europeos, sobre todo los pícaros de los ingleses, les quitaron a ellos.

Después de unos cuantos siglos, nos independizamos de la madre patria, guiados por los patricios locales que hoy llamamos héroes y próceres, y de allí en adelante no hemos dado pie con bola, aunque hubo algunos intentos de unión centroamericana, otros de modernización y más de alguno en pos de la reivindicación de los desposeídos y la búsqueda de la justicia y la democracia. Ahora andamos montados en el trencito de la globalización, con la esperanza de que los que van en la locomotora sepan para dónde van.

Descendemos, pues, de una mezcla de razas, culturas y creencias que empezó a darse desde mucho antes de la llegada de los españoles y los africanos, y ha continuado con los asiáticos y europeos que fueron llegando después. Mas de alguno dice que ha sido una mezcla desafortunada, causante de que seamos, en general, feos y genéticamente incapaces de entender y desarrollar las ciencias "duras", como la matemática, todo por culpa de ese extremo mestizaje que ha producido, como dice alguna canción, "indios barbudos, rubias bembonas y negros lacios".

Lo cierto es que nosotros, que nos creemos españoles cuando estamos en Guatemala, mayas cuando vivimos fuera, y que quizá quisiéramos vivir como gringos o como alemanes, a la hora de la hora no encontramos por ningún lado la cacareada identidad nacional, aunque cada vez que salimos del país llevemos en el morralito chapín el disquito de marimba, el telarcito para colgar en la pared, y la ollita de barro con la esperanza de saborear en el exilio unos frijolitos parados tan sabrosos como los que mamá prepara en la olla de presión. Aparentemente la tal identidad sólo existe en los discursos con los que los mercaderes de ilusiones nos endulzan el oído cuando andan en busca de los jugosos salarios y los apetecibles privilegios de algun puesto público.

Privados de identidad, no sabemos si enojarnos con los indios por haberse dejado conquistar, odiar a los españoles por haberlos conquistado, pelearnos con los ingleses por haberle quitado el oro a los españoles, resentirnos con los gringos, los comunistas, los católicos, los evangélicos o cualquier otro grupo que haya tenido algún protagonismo en nuestra historia reciente, o mejor quedarnos sentados, chupando y hablando pajas mientras la historia nos pasa por enfrente. El imperialismo nos agarró haciendo discursos contra la colonia, y la globalización y el TLC nos agarraron haciendo discursos contra el imperialismo. Hay que apurarse para tener listos los discursos contra el TLC cuando nos caiga la siguiente ola histórica, así que ánimo, señores, que los terminos como "la aldea global", "la autopista de la información" y otros por el estilo pronto serán obsoletos, y hay que mantener al día el vocabulario para que el discurso tenga impacto.

Nos convendría conocer la verdadera historia, o inventar una que no nos deje tan mal parados, que le dé una manita a nuestra maltrecha autoestima nacional para ver si logramos avanzar en alguna dirección.

Para empezar, hay que entender que nuestra historia comenzó mucho antes de la llegada de Colón, y que cuando Balboa "descubrió" el Pacifico, los indios tenían mucho rato de estar pescando, bañándose y orinando en ese océano. Dejar de creer que todo lo bueno viene de Europa, y dejar de soñar con la romántica idea de que si los españoles no hubieran llegado, los mayas serían hoy por hoy una nación primermundista, hubieran llegado a la Luna antes que los gringos y los rusos, conocerían la cura del SIDA y estarían alistándose para jugar la final del mundial de fut. Pudo haber sido, pero no fue, entre otras cosas porque las grandes ciudades como Copán y Tikal fueron abandonadas mucho antes de la llegada de los españoles, y de sus habitantes sólo parecen haber quedado esos indígenas maltratados a los que los ladinos desprecian, quizá porque no se parecen mucho a los imponentes y ornamentados mandatarios de las estelas. Y se supone que la historia trata sobre las cosas que fueron y las que son, no sobre las que "pudieron haber sido", aunque por allí han dicho que Dios no puede cambiar la historia, pero los historiadores sí....

Salvo contadísimas excepciones de algunos ilustres ciudadanos que, con alma de bolígrafo, declaran tener sangre azul, nosotros somos mestizos. Una sacudida al árbol genealógico seguramente haría caer gente de todos colores y condiciones, aunque mi bisabuela decía que del de ella sólo caerían italianos, ingleses y prusianos. Mal haríamos en tomar partido y ponernos en contra o a favor de uno u otro grupo de los que conforman nuestras entrañas, porque si el hígado se cree español y se pone en contra del corazón, que se cree maya, de las manos que quisieran ser italianas o de los ojos árabes, terminamos reventados. A fin de cuentas, ¿Qué tiene de malo ser producto de una mezcla, afortunada o no?

Hay que estudiar la historia, pero en busca de las raíces que nos permitan sentirnos parte de un proceso vital, ver el presente y construir el futuro como consecuencias del pasado, y no para decidir a quien odiar o encontrar las excusas que nos permitan seguir viviendo en la mediocridad, la miseria y el desamparo. Necesitamos la historia para encarar el presente y el futuro inteligentemente, no para justificar nuestros vicios. Algo así como cuando uno va manejando, que tiene que ver para atrás por el espejito, pero sólo lo necesario para poder maniobrar con seguridad cuando avanza hacia adelante, que es hacia donde hay que ver a la hora de rebasar el camión.

Si nos llenamos de nostalgia y quisiéramos ver siempre hacia atrás, ya sea para buscar la justificación de nuestros males, odios y resentimientos, o para volver a gozar el pasado ("todo tiempo pasado fue mejor" dijo Jorge Manrique), es mejor que nos pasemos al asiento trasero y dejemos que los otros, los que ven hacia el futuro, manejen.

Saturday, June 10, 2006

De Memorias, Olvidos, e Historias

Guayo VelasquezHace unos días Guayo Velásquez me mandó un fragmento de su libro de memorias: "Las Dos Chocas", que se llama así en alusión a que este año llegó a los 50 abriles, edad a la que se supone que uno ha vivido lo suficiente como para tener algo que contar.

Y me entró la preocupación por dos cosas: Una, que yo también cumplo 50 este año y mis "memorias" siguen siendo una coleccion de historias cada vez más imprecisas que le cuento a mis amigos en La Casa de Campo, rústico bebedero de Tegucigalpa, y dos, que se me están olvidando los detalles, se me empiezan a confundir las cosas y de vez en cuando alguno de los amigos que ha tenido la paciencia de oír la misma historia un montón de veces me corrige: "cuando la contaste hace un mes, vos no eras el malo, como ahora, sino el bueno... pero la historia de hoy estuvo mejor."

Y como la historia reinventada está quedando mejor que la original, he estado pensando seriamente en escribir unas "memorias" más inventadas que reales, algo que de alguna manera retrate más lo que yo puedo imaginar que lo que puedo o pude hacer. ¿O acaso lo que uno ha imaginado y deseado no forma parte de su historia? A fin de cuentas, lo que realmente pasó no siempre depende de uno, son cosas circunstanciales, casualidades, contingencias, deseos ajenos que se cristalizaron en donde uno estaba parado. En cambio, lo que uno imagina, lo que sueña, es propio, lo describe mejor.

Dándole vueltas al asunto, me di cuenta de lo obvio: "memorias" no es lo mismo que "historia". Las memorias es lo que uno recuerda, o cree recordar. Puede coincidir con la historia en todo, en parte o en nada. A la larga no importa, porque las memorias son mucho más que el "conjunto de los acontecimientos ocurridos a alguien a lo largo de su vida o en un período de ella." Yo me acuerdo de cosas que soñé pero que nunca sucedieron, y como son más interesantes que las que sí pasaron, es lo que quisiera contar a mis amigos. Algunas de las cosas que de verdad sucedieron duelen, o dan vergüenza, y es mejor que no se sepan. También me acuerdo de cosas que le pasaron a algún amigo, y como él no se acuerda, esas cosas están de su historia, pero en mi memoria.

Para escribir memorias, entonces, conviene liberarse de la tiranía de la objetividad que, como dijo el Chino Guerrero, no es más que "la ilusión de que se pueden hacer observaciones sin observador". Hay que conservar una cantidad amigable de hechos reales, sólo para que las memorias puedan anclarse en algún punto del espacio-tiempo y hacer contacto con las memorias de otros, con la memoria colectiva.

Y como las memorias no tienen la obligación de ser verdad, las pueden escribir viejitos desmemoriados o más mentirosos que Diego Rivera, de quien Luis Cardoza y Aragón dijo "jamás una verdad ensució su boca", con tal que tengan mucha imaginación y buen estilo. Si alguna de las cosas que le pasó a uno es digna de ser contada, ya habrá otros que la cuenten: hasta los historiadores pueden hacer eso.

Los viejos inventan el pasado como los niños inventan el futuro: sin límites. El privilegio de perder la memoria al envejecer les permite sumergirse libremente en el mar de las cosas que pudieron haber sido, o que fueron para otros, en busca de los recuerdos, propios o ajenos, que darán vida a las memorias.

Por eso, puede ser cierto que Guayo este todavía muy patojo para estos asuntos y que su libro sea prematuro, como se lo ha dicho mas de alguno. Ojalá que nos dure aunque sea otras dos chocas y publique sus olvidos cuando sea viejo. En cuanto a mí, la decisión está tomada: esperaré hasta que se me olvide todo para empezar a escribir mis memorias.

Wednesday, May 31, 2006

Mi Amigo, el Centauro

¿A quien se le ocurrió que podría existir semejante monstruo? Mitad hombre, mitad caballo, con el espinazo doblado en angulo recto a la altura de la rabadilla, y con una separacion más o menos clara entre humano y bestia. La parte superior conteniendo el cerebro, el corazon y las manos finas, como para tomar el arpa o las armas; la inferior con el estomago, los intestinos y las patas equinas, para correr y aplastar la yerba.

Ni rastros de un fósil u otra evidencia del hombre-caballo. A cambio del leve problema de no haber existido en el mundo material, el centauro ha ganado la inmortalidad que le confiere su existencia en el mundo de las ideas, y en lo que a él concierne, el Demiurgo puede tomarse el día libre.

Uno supone que la parte humana del centauro iría como capitán de barco, dirigiendo aquel cuerpazo según se lo indicaran el cerebro y el corazón. Pero habría que ver que tan obediente podía ser el cuadrúpedo cuando tenía sus propias motivaciones, quizá alguna joven y hermosa centaura, para seguir un rumbo distinto del que el bueno del humano pretendía imponerle. ¿Qué haria el centauro al llegar a un campo abierto en una noche clara? ¿Contemplar las estrellas como deseaba su parte superior, o correr a campo traviesa como sus patas pedían?

Quizá al pedazo humano le habría gustado "bajarse del caballo" cuando se presentaban estos conflictos. Imposible. Hombre y bestia sólo podían permanecer juntos, en conflicto permanente, o morir los dos al separarse.

Y nosotros no somos demasiado diferentes, aunque no se nos note por fuera. Carne y espíritu en el mismo cuerpo, más o menos dividido a la altura de la rabadilla, o del ombligo.

Más que una criatura, el centauro es una idea que permite describir con precisión la naturaleza humana, con una mitad que aspira a ser como los dioses, y la otra que simplemente se guía por instinto en busca de placeres más terrenos y bestiales (las proporciones pueden variar de persona a persona). Y sólo hay dos opciones: vivir juntos, en conflicto, o separarse y morir los dos.

Y producto de esta contradicción constante es, ni más ni menos, la cultura, que nos hace diferentes tanto de los dioses como de las bestias. Y el arte de vivir consiste precisamente en encontrar el justo medio que nos permite disfrutar del néctar de los dioses y de las animaladas de las bestias sin irnos para un lado o para el otro, sin perder la condición humana que es, justamente, la tensión que se establece entre las dos tendencias. El hombre culto es el que encuentra el justo medio y vive allí. Ni santo ni bestia, nada más hombre.

Yo no sabía esto cuando decía, a los 9 o 10 años, que quería ser "un hombre culto". En ese entonces me parecía que ser "culto" era algo que me permitiría vivir feliz sin tener que hacerme ni sacerdote ni chafarote; la única definición que tenía a la mano era la que nos dijo el profesor Tuc: un hombre culto es el que ha leído El Quijote. Y me lo leí completo, sin entender prácticamente nada, con tal de ganarme la etiqueta.

Y ahora pienso que no andaba equivocado, que todavía quiero ser un hombre culto, ni santo ni bestia, simplemente humano.