Saturday, July 15, 2006

Viejo, mi querido viejo

GordoPonce y su padreLos Ponce somos un poco piedras: Nos cuesta regalar palabras o gestos de ternura y nos atragantamos con nuestra propia saliva cuando queremos hablar de sentimientos. Por eso fue que a mi viejo y a mí se nos llenaron los ojos de lágrimas, pero casi no pudimos hablar cuando me regaló la medalla que sus amigos más queridos, hoy casi todos difuntos, le dieron a él cuando cumplió los 50, allá por 1977. Fue el día que me celebraron los 50 años. Sin muchas palabras, nos entendimos a través de nuestros ojos vidriosos y nuestras anudadas gargantas.

Recibí la medalla como los futbolistas reciben la copa FIFA, los ciclistas el suéter quetzal y los atletas el fuego olímpico: sabiendo que tengo que cuidarla y entregarla a alguno de mis hijos cuando cumpla 50. Quién sabe si voy a vivir tanto tiempo...

A lo mejor hubiera debido decirle mi papá lo que ha significado para mí y para todos mis hermanos, de sangre y de crianza, su presencia durante todos estos años. Pero es que, de veras, no podía hablar. Ni siquiera para decir "es un gran tipo mi viejo...", como empieza la famosísima canción de Piero, extraordinaria declaración de amor al padre en un mundo dominado por el complejo de Edipo. Me hubiera dado mucho gusto dedicársela a mi propio viejo ese día, pero nadie se sabía la letra. Por eso es que ahora, por escrito, le estoy dando rienda suelta al río de sentimientos que se desataton entonces.

La influencia de mi padre sobre mí empezó cuando donó su cromosoma " Y " para que yo me llamara Gustavo Adolfo, como el galán de las radionovelas que oía mi madre en su radio Hitachi con forro de cuero café, y no María Eugenia, que era el nombre que me tenían preparado, junto con el cuarto y la cuna rosados en la clínica de ese doctor con nombre de baile en la que nací.

Después vinieron los años de dominio materno. Éramos una familia tradicional, en la que el papá salía a trabajar para ganarse el pan con el sudor de la frente, y la mamá permanecía en casa administrando el patrimonio familiar y cuidando a los hijos, que crecimos sanos y contentos bajo la mano suave pero firme de mi madre, de quien les platicaré en otra ocasión. En esa época mi padre me parecía un señor muy alto, muy serio, y de pocas palabras, cuya presencia en la mesa familiar apagaba la algarabía tan común cuando estábamos a solas con mi madre. Nos turnábamos para lustrar sus zapatos y temíamos que algún día se cumpliera el "le voy a decir a tu papá" que a veces pendía sobre nuestras cabezas como espada de Damocles.

En esos días el principal contacto entre mi papá y yo se dió a través del escritorio de caoba que fue de mi abuelo, luego de mi padre, y ahora es mío. Registraba las gavetas a escondidas, casi sin respirar, admirando con devoción religiosa tesoros como los lápices verdes, sin borrador, seguramente hechos para gente que nunca cometía errores. Eran verdaderas obras de arte, descendientes directos de los lápices que desde la época de Leonardo da Vinci se fabricaban con la madera de los bosques y el grafito de las minas del Conde de Faber Castell. Pasaba la mano por el borde liso, muy liso, de esas misteriosas escuadras Keuffel & Esser que no tenían escalas ni números, seguramente fabricadas para gente que sabía medir con la mirada. Admiraba la perfección del juego de compases y tiralíneas Kern, que me parecían los instrumentos con los que Dios había dibujado los planos originales del universo. Revisaba libros y cuadernos y me prometí que algún día, cuando terminara de leer "Mis Primeros Conocimientos", estudiaría el Álgebra de Salinas y Benitez, el Tratado Popular de Física de Kleiber & Karsten y El Arte de Proyectar en Arquitectura de Neufert para llegar a ser tan sabio como mi papá. Todavía me emociona tocar mi viejo escritorio, y constatar que en algún momento mis hijos se dieron a la tarea de registrar las mismas gavetas y quizá experimentaron la misma emoción, mezcla de curiosidad, reverencia, y miedo a ser descubierto.

Me gustaba sentarme al lado de mi padre cuando trabajaba sobre planos y cálculos tan nítidos. Decidí entonces que yo tambien trabajaría en ingeniería, y empecé por escribir con "letra de ingeniero", lo que me costó no pocos regaños de maestros convencidos de que los caballeros debían aprender a escribir con letra de carta con el método Palmer, y que la letra de molde era cosa de bellacos y malcriados. También me gustaba sentarme con mi viejo y sus amigos durante las fiestas y los días de campo; comerme las boquitas y tomar coca-cola, pero sobre todo oír las conversaciones de los grandes y sentirme uno de ellos. Recuerdo a Neto Molina, Víctor Cordón, Rafa Leonardo, Wasji Diab y a otros de sus amigos con afecto y nostalgia, como si hubieran sido mis amigos y no los suyos.

De mi padre aprendí a pasar la cinta de la grabadora por el bosque de palanquitas y cilindritos que la llevaban hasta el otro carrete, a remendar las cintas haciendo cortes en diagonal, y a sujetar los discos poniendo un dedo en el hoyito de enmedio y el otro en la orilla para no ensuciar la superficie; a hacer el nudo de la corbata y otros rituales masculinos cuando ya sentía que se me estaban secando las alas y quería volar por mi cuenta.

Y, como a todo mundo, me llegó la época en la que me creí superior a mi papá. Descubrí mi propia vocación y nunca estudié ingeniería. No necesitaba lápices ni instrumentos porque no tenía que hacer planos, aprendí el álgebra y la física de libros más modernos, me aficioné a los casettes, adopté como uniforme los caites y el chalequito blanco que Napo me trajo de Ecuador, y salí a conquistar el mundo sin corbata, que al fin y al cabo era cosa de burgueses.

Allí, en el mundo, me encontré de nuevo con mi papá, a través de las personas que le conocían desde antes de que yo naciera. Me enteré que había sido el mejor estudiante de ingeniería en su grupo, y que la opaca medallita del premio "Unión y Labor" que aún habita en su estudio era un reconocimiento a tal logro. También me contaron que había destacado en las regatas, el volibol y el boliche y que había competido en otros países como seleccionado nacional. Y que el "Popo" Ponce era un ingeniero muy respetado, de los pocos que sabían integrar y con una ética profesional a prueba de fuego. Gran bebedor y pésimo bailarín, todo un león para dormir y roncar. Con los primeros fracasos tuve que tragarme el orgullo y pedir su apoyo, y descubrí que mi padre aún era fuerte y sabía muchas cosas de la vida que yo ignoraba. Me faltaba mucho por aprender, pero ya no de mi madre. De la misma manera que un padre, por dedicado y cariñoso que sea, no puede enseñarle a una hija los secretos de la femineidad, una madre no puede enseñarle a un hijo a ser hombre. Para eso se necesita un padre. Y allí estaba mi viejo, renovado ante mis ojos, y mucho más cercano, más camarada, gracias al pegamento indisoluble que da cohesión a la famiila: el licor.

Dicen que uno de los primeros signos de envejecimiento es que uno se mira en el espejo y ve a un señor muy parecido a su papá. Me pasó hace muchos años, pero no tantos. Ya había vivido lo suficiente para saber que la vida no es tan fácil y que yo la estaba enfrentando con éxito gracias en buena parte a la presencia silenciosa y constante de ese hombre tan parecido al del espejo. Y me sentí orgulloso de parecerme a él hasta en la forma de regañar a los hijos y hasta en los defectos y los errores.

Y ahora, cuando vamos "cuesta abajo en la rodada", como dice algún tango, mi viejo sigue siendo un ejemplo para mí por su presencia de ánimo y sus deseos de trabajar y vivir a pesar de que su salud y su fortaleza ya no son las de antes, de que se le olvidan las cosas y de que a veces se pelea con un pedazo de pita porque no puede deshacer un nudo cuando se le tuercen los anteojos. Y cada día lo quiero más y siento ganas de decírselo, pero mejor lo escribo porque si trato de decirlo me atraganto con mi propia saliva y no puedo hablar. Es que los Ponce somos un poco piedras para eso...

Wednesday, June 14, 2006

Nosotros, los Conquistados

Dicen que fue Eduardo Galeano el que dijo que los hispanoamericanos tenemos dos cosas en común: que no pronunciamos la "z" y que odiamos a los gringos. Yo no sé si es cierto, pero a mí me conviene que haya sido él, porque es el único autor famoso con el que me he tomado una foto. Hice una cola como de dos horas para lograrla, pero en la foto no se nota, hasta parece que fuéramos grandes amigos.

Se me ocurre que ese rechazo colectivo no tiene que ver mucho ni con la "z" ni con la "Dr. Pepper", sino con un pasado que no nos gusta, y al que consideramos la causa de que el presente tampoco nos guste, y el futuro... bueno. mejor empecemos por examinar ese pasado.

La historia nos la cuentan más o menos así:

Después de que Cristóbal Colón descubrió América, los españoles, encandilados ante ese nuevo mundo de riqueza, abundancia y tolerancia, se dejaron venir a disfrutarlo. Como los indios americanos eran tercos y maldispuestos y no entendían que los españoles traían consigo la civilización, la religión, la cultura y la salvación, se mostraron reacios a cooperar con los recién llegados, que tuvieron que conquistarlos con una mezcla de campañas militares, alianzas con algunos indígenas traidores, explotación de los conflictos internos, engaños y promesas de riqueza para unos y salvación eterna para otros. Terminada la conquista, se organizaron en virreinatos, capitanías y encomiendas. Donde habia indios los pusieron a trabajar, sin salarios ni aguinaldo, y donde no los habia, trajeron negros en las mismas condiciones laborales. Se convirtieron en imperio y se llevaron una barbaridad de tesoros y riquezas que luego los otros europeos, sobre todo los pícaros de los ingleses, les quitaron a ellos.

Después de unos cuantos siglos, nos independizamos de la madre patria, guiados por los patricios locales que hoy llamamos héroes y próceres, y de allí en adelante no hemos dado pie con bola, aunque hubo algunos intentos de unión centroamericana, otros de modernización y más de alguno en pos de la reivindicación de los desposeídos y la búsqueda de la justicia y la democracia. Ahora andamos montados en el trencito de la globalización, con la esperanza de que los que van en la locomotora sepan para dónde van.

Descendemos, pues, de una mezcla de razas, culturas y creencias que empezó a darse desde mucho antes de la llegada de los españoles y los africanos, y ha continuado con los asiáticos y europeos que fueron llegando después. Mas de alguno dice que ha sido una mezcla desafortunada, causante de que seamos, en general, feos y genéticamente incapaces de entender y desarrollar las ciencias "duras", como la matemática, todo por culpa de ese extremo mestizaje que ha producido, como dice alguna canción, "indios barbudos, rubias bembonas y negros lacios".

Lo cierto es que nosotros, que nos creemos españoles cuando estamos en Guatemala, mayas cuando vivimos fuera, y que quizá quisiéramos vivir como gringos o como alemanes, a la hora de la hora no encontramos por ningún lado la cacareada identidad nacional, aunque cada vez que salimos del país llevemos en el morralito chapín el disquito de marimba, el telarcito para colgar en la pared, y la ollita de barro con la esperanza de saborear en el exilio unos frijolitos parados tan sabrosos como los que mamá prepara en la olla de presión. Aparentemente la tal identidad sólo existe en los discursos con los que los mercaderes de ilusiones nos endulzan el oído cuando andan en busca de los jugosos salarios y los apetecibles privilegios de algun puesto público.

Privados de identidad, no sabemos si enojarnos con los indios por haberse dejado conquistar, odiar a los españoles por haberlos conquistado, pelearnos con los ingleses por haberle quitado el oro a los españoles, resentirnos con los gringos, los comunistas, los católicos, los evangélicos o cualquier otro grupo que haya tenido algún protagonismo en nuestra historia reciente, o mejor quedarnos sentados, chupando y hablando pajas mientras la historia nos pasa por enfrente. El imperialismo nos agarró haciendo discursos contra la colonia, y la globalización y el TLC nos agarraron haciendo discursos contra el imperialismo. Hay que apurarse para tener listos los discursos contra el TLC cuando nos caiga la siguiente ola histórica, así que ánimo, señores, que los terminos como "la aldea global", "la autopista de la información" y otros por el estilo pronto serán obsoletos, y hay que mantener al día el vocabulario para que el discurso tenga impacto.

Nos convendría conocer la verdadera historia, o inventar una que no nos deje tan mal parados, que le dé una manita a nuestra maltrecha autoestima nacional para ver si logramos avanzar en alguna dirección.

Para empezar, hay que entender que nuestra historia comenzó mucho antes de la llegada de Colón, y que cuando Balboa "descubrió" el Pacifico, los indios tenían mucho rato de estar pescando, bañándose y orinando en ese océano. Dejar de creer que todo lo bueno viene de Europa, y dejar de soñar con la romántica idea de que si los españoles no hubieran llegado, los mayas serían hoy por hoy una nación primermundista, hubieran llegado a la Luna antes que los gringos y los rusos, conocerían la cura del SIDA y estarían alistándose para jugar la final del mundial de fut. Pudo haber sido, pero no fue, entre otras cosas porque las grandes ciudades como Copán y Tikal fueron abandonadas mucho antes de la llegada de los españoles, y de sus habitantes sólo parecen haber quedado esos indígenas maltratados a los que los ladinos desprecian, quizá porque no se parecen mucho a los imponentes y ornamentados mandatarios de las estelas. Y se supone que la historia trata sobre las cosas que fueron y las que son, no sobre las que "pudieron haber sido", aunque por allí han dicho que Dios no puede cambiar la historia, pero los historiadores sí....

Salvo contadísimas excepciones de algunos ilustres ciudadanos que, con alma de bolígrafo, declaran tener sangre azul, nosotros somos mestizos. Una sacudida al árbol genealógico seguramente haría caer gente de todos colores y condiciones, aunque mi bisabuela decía que del de ella sólo caerían italianos, ingleses y prusianos. Mal haríamos en tomar partido y ponernos en contra o a favor de uno u otro grupo de los que conforman nuestras entrañas, porque si el hígado se cree español y se pone en contra del corazón, que se cree maya, de las manos que quisieran ser italianas o de los ojos árabes, terminamos reventados. A fin de cuentas, ¿Qué tiene de malo ser producto de una mezcla, afortunada o no?

Hay que estudiar la historia, pero en busca de las raíces que nos permitan sentirnos parte de un proceso vital, ver el presente y construir el futuro como consecuencias del pasado, y no para decidir a quien odiar o encontrar las excusas que nos permitan seguir viviendo en la mediocridad, la miseria y el desamparo. Necesitamos la historia para encarar el presente y el futuro inteligentemente, no para justificar nuestros vicios. Algo así como cuando uno va manejando, que tiene que ver para atrás por el espejito, pero sólo lo necesario para poder maniobrar con seguridad cuando avanza hacia adelante, que es hacia donde hay que ver a la hora de rebasar el camión.

Si nos llenamos de nostalgia y quisiéramos ver siempre hacia atrás, ya sea para buscar la justificación de nuestros males, odios y resentimientos, o para volver a gozar el pasado ("todo tiempo pasado fue mejor" dijo Jorge Manrique), es mejor que nos pasemos al asiento trasero y dejemos que los otros, los que ven hacia el futuro, manejen.

Saturday, June 10, 2006

De Memorias, Olvidos, e Historias

Guayo VelasquezHace unos días Guayo Velásquez me mandó un fragmento de su libro de memorias: "Las Dos Chocas", que se llama así en alusión a que este año llegó a los 50 abriles, edad a la que se supone que uno ha vivido lo suficiente como para tener algo que contar.

Y me entró la preocupación por dos cosas: Una, que yo también cumplo 50 este año y mis "memorias" siguen siendo una coleccion de historias cada vez más imprecisas que le cuento a mis amigos en La Casa de Campo, rústico bebedero de Tegucigalpa, y dos, que se me están olvidando los detalles, se me empiezan a confundir las cosas y de vez en cuando alguno de los amigos que ha tenido la paciencia de oír la misma historia un montón de veces me corrige: "cuando la contaste hace un mes, vos no eras el malo, como ahora, sino el bueno... pero la historia de hoy estuvo mejor."

Y como la historia reinventada está quedando mejor que la original, he estado pensando seriamente en escribir unas "memorias" más inventadas que reales, algo que de alguna manera retrate más lo que yo puedo imaginar que lo que puedo o pude hacer. ¿O acaso lo que uno ha imaginado y deseado no forma parte de su historia? A fin de cuentas, lo que realmente pasó no siempre depende de uno, son cosas circunstanciales, casualidades, contingencias, deseos ajenos que se cristalizaron en donde uno estaba parado. En cambio, lo que uno imagina, lo que sueña, es propio, lo describe mejor.

Dándole vueltas al asunto, me di cuenta de lo obvio: "memorias" no es lo mismo que "historia". Las memorias es lo que uno recuerda, o cree recordar. Puede coincidir con la historia en todo, en parte o en nada. A la larga no importa, porque las memorias son mucho más que el "conjunto de los acontecimientos ocurridos a alguien a lo largo de su vida o en un período de ella." Yo me acuerdo de cosas que soñé pero que nunca sucedieron, y como son más interesantes que las que sí pasaron, es lo que quisiera contar a mis amigos. Algunas de las cosas que de verdad sucedieron duelen, o dan vergüenza, y es mejor que no se sepan. También me acuerdo de cosas que le pasaron a algún amigo, y como él no se acuerda, esas cosas están de su historia, pero en mi memoria.

Para escribir memorias, entonces, conviene liberarse de la tiranía de la objetividad que, como dijo el Chino Guerrero, no es más que "la ilusión de que se pueden hacer observaciones sin observador". Hay que conservar una cantidad amigable de hechos reales, sólo para que las memorias puedan anclarse en algún punto del espacio-tiempo y hacer contacto con las memorias de otros, con la memoria colectiva.

Y como las memorias no tienen la obligación de ser verdad, las pueden escribir viejitos desmemoriados o más mentirosos que Diego Rivera, de quien Luis Cardoza y Aragón dijo "jamás una verdad ensució su boca", con tal que tengan mucha imaginación y buen estilo. Si alguna de las cosas que le pasó a uno es digna de ser contada, ya habrá otros que la cuenten: hasta los historiadores pueden hacer eso.

Los viejos inventan el pasado como los niños inventan el futuro: sin límites. El privilegio de perder la memoria al envejecer les permite sumergirse libremente en el mar de las cosas que pudieron haber sido, o que fueron para otros, en busca de los recuerdos, propios o ajenos, que darán vida a las memorias.

Por eso, puede ser cierto que Guayo este todavía muy patojo para estos asuntos y que su libro sea prematuro, como se lo ha dicho mas de alguno. Ojalá que nos dure aunque sea otras dos chocas y publique sus olvidos cuando sea viejo. En cuanto a mí, la decisión está tomada: esperaré hasta que se me olvide todo para empezar a escribir mis memorias.

Wednesday, May 31, 2006

Mi Amigo, el Centauro

¿A quien se le ocurrió que podría existir semejante monstruo? Mitad hombre, mitad caballo, con el espinazo doblado en angulo recto a la altura de la rabadilla, y con una separacion más o menos clara entre humano y bestia. La parte superior conteniendo el cerebro, el corazon y las manos finas, como para tomar el arpa o las armas; la inferior con el estomago, los intestinos y las patas equinas, para correr y aplastar la yerba.

Ni rastros de un fósil u otra evidencia del hombre-caballo. A cambio del leve problema de no haber existido en el mundo material, el centauro ha ganado la inmortalidad que le confiere su existencia en el mundo de las ideas, y en lo que a él concierne, el Demiurgo puede tomarse el día libre.

Uno supone que la parte humana del centauro iría como capitán de barco, dirigiendo aquel cuerpazo según se lo indicaran el cerebro y el corazón. Pero habría que ver que tan obediente podía ser el cuadrúpedo cuando tenía sus propias motivaciones, quizá alguna joven y hermosa centaura, para seguir un rumbo distinto del que el bueno del humano pretendía imponerle. ¿Qué haria el centauro al llegar a un campo abierto en una noche clara? ¿Contemplar las estrellas como deseaba su parte superior, o correr a campo traviesa como sus patas pedían?

Quizá al pedazo humano le habría gustado "bajarse del caballo" cuando se presentaban estos conflictos. Imposible. Hombre y bestia sólo podían permanecer juntos, en conflicto permanente, o morir los dos al separarse.

Y nosotros no somos demasiado diferentes, aunque no se nos note por fuera. Carne y espíritu en el mismo cuerpo, más o menos dividido a la altura de la rabadilla, o del ombligo.

Más que una criatura, el centauro es una idea que permite describir con precisión la naturaleza humana, con una mitad que aspira a ser como los dioses, y la otra que simplemente se guía por instinto en busca de placeres más terrenos y bestiales (las proporciones pueden variar de persona a persona). Y sólo hay dos opciones: vivir juntos, en conflicto, o separarse y morir los dos.

Y producto de esta contradicción constante es, ni más ni menos, la cultura, que nos hace diferentes tanto de los dioses como de las bestias. Y el arte de vivir consiste precisamente en encontrar el justo medio que nos permite disfrutar del néctar de los dioses y de las animaladas de las bestias sin irnos para un lado o para el otro, sin perder la condición humana que es, justamente, la tensión que se establece entre las dos tendencias. El hombre culto es el que encuentra el justo medio y vive allí. Ni santo ni bestia, nada más hombre.

Yo no sabía esto cuando decía, a los 9 o 10 años, que quería ser "un hombre culto". En ese entonces me parecía que ser "culto" era algo que me permitiría vivir feliz sin tener que hacerme ni sacerdote ni chafarote; la única definición que tenía a la mano era la que nos dijo el profesor Tuc: un hombre culto es el que ha leído El Quijote. Y me lo leí completo, sin entender prácticamente nada, con tal de ganarme la etiqueta.

Y ahora pienso que no andaba equivocado, que todavía quiero ser un hombre culto, ni santo ni bestia, simplemente humano.